La señora Eva es la que se encarga de uno de los aspectos más importantes y menos valorados dentro de toda empresa o institución. Ella hace el aseo. Y mientras hace el aseo, mi jefe, un General, se saca fotos y da palmoteadas en las espaldas de ternos que abrigan a personajes de "poder" en Valparaíso.
La señora Eva no se va con rodeos. Ella dice lo que piensa y actúa como cree que tiene que actuar, pero lo hace en base a su sencillez. Mi jefe dice "lo que piensa" y actúa como se espera que actúe alguien de su "altura".
A la señora Eva no le renovaron contrato. En una época en que el gobierno se jacta de haber superado de sobra la meta de empleos que se había propuesto, a ella le tocó mirar desde la gradería de las sombras, la de los que no están invitados a la fiesta. La señora Eva ya no tiene pega.
Ella es chucheta pero cariñosa aunque no lo demuestre mucho. Ella tiene el beso tibio de los buenos días que ya no recibo muy seguido de mi madre porque no vivimos en la misma ciudad. El General tiene el saludo frío y de mano fláccida que no se espera de un uniformado, sino de un adolescente de visita en casa de "tíos" a los que no conoce y a los que no le interesa en lo más mínimo conocer.
Ella hace más del trabajo que le corresponde, saluda y se ríe con las estupideces que uno dice para salir, aunque sea por dos segundos, del tedio del trabajo. Ella fuma con uno, cuenta sobre las "chelas" que se tomó con una amiga y habla de sus hijos con un rigor que garantiza que educó bien y que, si alguno de ellos se equivocó, tiene que ser responsable de sus actos.
El General juzga mi trabajo desde un punto de vista para el que no estudié. No es un tipo cercano y su ego se refleja en el verdadero tapiz que cuelga desde una de las paredes de su oficina, repartido en decenas de diplomas, reconocimientos, medallas y fotografías con autoridades (entre ellas un dictador).
El General adora su imagen. No toma en cuenta el esfuerzo que hay en el trabajo hecho en cualquier otro aspecto que no sea resaltar su figura, su presencia. La señora Eva no juzga, ella escucha. Corrige cuando alguien se refiere mal a las mujeres, pero no juzga.
La señora Eva ya no tiene pega y, de alguna forma, siento que se va una de las pocas gotas de humanismo que quedaban en el lugar en que trabajo. Ahora todo tiene otro color. Me voy sintiendo más sólo. El General tiene su pega segura por lo menos por un año más y su mano derecha, la persona con que comparto mi oficina, no tiene en mente nada que no sea alcanzar su meta de ser notoria, poderosa, regalona de los altos mandos, sin importar el precio que eso tenga. Si te tiene que cagar, te caga. Aún así, la señora Eva la quiere y tiene sus atenciones con ella.
El año nuevo se acerca y la señora Eva se quedó sin pega. Mientras el General disfrute con sus amigotes y les de palmadas cínicas a la luz de los fuegos artificiales; mientras mi compañera de oficina use gestos de protocolo imitados de algún malísimo manual de comportamiento y hable de "ambos dos" creyendo que es parte de una elite de clase, la señora Eva estará pensando en qué cresta hacer al día siguiente, es decir, el año que viene.
Aún así, la señora Eva no se queja. No pide ayuda ni le llora a nadie. Pocas veces he visto a una persona más llena de lo que realmente es dignidad. Sus fiestas pueden ser funerales anímicos, pero ella sigue dando el beso tibio de las mañanas, sigue haciendo más de lo que le correspode y sigue siendo simplemente ella, la señora Eva que, por la mierda, se quedó sin pega.
No hay cuadros, fotos ni medallas que le den tanto valor a una persona, como el valor que le dieron las conversas y la simpatía desinteresada a la señora Eva.
Hasta siempre, señora Eva.